Es muy difícil observar la gestación de un cambio desde dentro. Para la mayoría de nosotros, los cambios son evidentes cuando son observados desde fuera. Peor aún, cuando los cambios son lentos, más difícil es percatarse de la metamorfosis que sufre una planta, un individuo o un sistema, por citar algunos ejemplos. Personalmente me sorprenden los ejercicios que han hecho algunos dedicados y perseverantes cibernautas que se han tomado a sí mismos o a sus hijos, una foto diaria por cinco o diez años, para después hacer una presentación acelerada en dos minutos, mostrando cientos de fotos en orden cronológico dejando ver los impresionantes cambios que han sufrido en uno o dos lustros de sus vidas.
Si pudiésemos poner una pausa a lo que sucede en estos días, y salir de la burbuja de la cotidianidad, para convertirnos en espectadores de lo que acontece en estos días –idealmente en una presentación acelerada como la que acabo de citar- quedaríamos pasmados. Primero, porque aunque sabemos que el paso del tiempo lleva naturalmente al cambio de todas las cosas, la lentitud con la que éste transcurre no nos permite percatarnos del dramatismo de dichos cambios. Segundo, porque al estar inmersos en el proceso de cambio, no nos hemos dado cuenta de cómo éste nos afectará.
Vayamos al grano. La presente crisis Europea representa un hito en la historia del Continente –y del Mundo-, un antes y un después de 2011. Uno de los síntomas más evidentes, esos que se pueden apreciar leyendo los periódicos y viendo las noticias, es la sobrevaluación general de todos sus activos –fijos, financieros e intangibles- que ahora resulta imposible sostener: ni sus casas y centros comerciales valen lo que dicen sus libros, ni las acciones de sus bancos, ni los bonos de sus gobiernos tienen el valor que decían tener (por lo que ahora pagan una prima de riesgo extraordinaria), y las marcas europeas pierden valor y competitividad al mismo ritmo que el Euro se vuelve una divisa riesgosa.
Pero aparte de lo que podemos ver y leer en los periódicos, hay una parte oculta, subyacente, un cambio que se está gestando frente a nosotros y que nos es difícil apreciar porque sucede lentamente, y es la descomposición social que está dejando y que dejará esta crisis para los próximos 15 ó 20 años.
Observemos a los tres grupos demográficos mayoritarios de la sociedad Europea. Primero están los adultos mayores, que viven de sus pensiones, en los departamentos que pudieron comprar durante sus años de trabajo, en condiciones muy favorables bajo gobiernos semi-socialistas. Éste grupo es un mero espectador de la crisis, pues los gobiernos del pasado les ofrecieron condiciones de absurda facilidad para garantizar su bienestar en el futuro, es decir, hoy. Diríamos en términos de paternidad, que los echaron a perder, acostumbrándolos a una vida de poco esfuerzo y sacrificio que, naturalmente, los chicos de hoy quieren emular.
Luego están los adultos jóvenes de 25 a 45 años, muchos de ellos bien preparados y educados, que libran una batalla todos los días para conservar su empleo y rescatar su hipoteca, el coche y todo lo que han adquirido a crédito, sin tener garantía de que mañana o pasado mañana, les darán una patada y los echarán a la calle.
Finalmente están los jóvenes universitarios o recién egresados que simple y llanamente no tienen oportunidades de inserción laboral, ya no digamos mal pagada, sino de ningún tipo. Es en éste grupo en el que existe el mayor riesgo de ruptura del orden y de las institucionalidad que muchos países Europeos alcanzaron en los últimas tres o cuatro décadas. Son jóvenes que –como se podía leer en la camiseta de un manifestante en la Plaza del Sol en Madrid hace unos meses- no tienen casa, no tienen trabajo, no tienen pensión, no tienen futuro y no tienen miedo.
Dijo la Canciller Ángela Merkel hace unos días que la fragilidad que vive Europa en estos días no se veía desde terminada la Segunda Guerra Mundial. Y no es el fantasma del totalitarismo de ultraderecha el que acecha al Viejo Continente. Es la fragilidad de la paz social que, como el hielo delgado de un lago, soporta a millones de jóvenes que, tarde o temprano terminarán por romper la superficie sobre la que caminan.
Lo que está sucediendo en Europa, y que previsiblemente se esparcirá en diferentes escalas y magnitudes a Estados Unidos y a otros países desarrollados y semi-desarrollados –México incluido-, es la pérdida de por lo menos una generación de jóvenes bien preparados e informados, que no encontrarán trabajo en el corto y mediano plazo. Para ellos las redes de ayuda social, si las hubiese en sus países, resultarán insuficientes para darles sustento, ahorro, vivienda, salud y retiro. En pocas palabras, estarán desempleados probablemente por los siguientes 5 ó 10 años de sus vidas y estarán en condiciones muy poco favorables para conseguir trabajo frente a los jóvenes que se graduarán para el tiempo en que la presente crisis se haya desvanecido.
Las consecuencias de la pérdida de ésta generación son hasta el momento incalculables. Comenzamos por la inminente inestabilidad social que amenaza al orden público con disturbios y movimientos como el “Occupy” (Ocupa), que están surgiendo de manera más o menos pacífica –hasta ahora- en diferentes ciudades de Estados Unidos y Europa.
Pensemos también en la parte económica: si estos jóvenes no trabajan, no consumen, si no hay consumo, no hay producción, si no hay producción hay desempleo, y nos encontramos atrapados en un círculo viciosos que sólo la inyección de grandes capitales (no deuda) y grandes incentivos fiscales pueden revertir. De la misma manera, si éstos jóvenes no trabajan, no abonan a los planes de retiro de ellos mismos y quitan vital flujo de efectivo para los sistemas de pensiones que usan su dinero para pagar pensiones hoy. Ni que hablar de la falta de ingresos fiscales y captación de las instituciones de los paternalistas gobiernos europeos, para mantener –ya no digamos mejorar- sus sistemas de salud, educación e infraestructura.
Resumamos esto. Europa es un continente viejo, en historia y en población. Los viejos exprimen a los gobiernos con planes de retiro y pensiones obscenas, y con los avances en la medicina, muchos de ellos vivirán largas vidas, con altísimos costos de tratamientos médicos para sus gobiernos. Los adultos jóvenes y los jóvenes recién egresados, se tambalean y luchan por sobrevivir, y si pierden sus empleos -quienes tiene uno-, los gobiernos también pierden recaudación y los negocios consumo. Lo más lamentable del grupo de los más jóvenes que se acaban de graduar y que no han encontrado su primer empleo, es la pérdida de valiosísimos años que no podrán regresar, con la natural dificultad de comenzar a trabajar y a generar patrimonio con más años a cuestas. Ni hablar ya de las inmensas y costosas burocracias sindicalizadas que siguen succionando como garrapatas lo que queda de las finanzas públicas de esos países.
Lo que vemos es un deterioro generalizado de la calidad de vida de los Europeos -sobretodo de sus jóvenes- y de sus instituciones para los siguientes años, y la inviabilidad financiera como países de al menos media docena de ellos. Vivieron en un espejismo de bienestar que resultó ser efímero e insostenible. Que se creó riqueza, sí, prueba de ello es la infraestructura que quedará como único legado de las últimas dos décadas de “desarrollo” de las economías más pequeñas del Continente que pudieron ascender a la Unión Europea. El reto para esos países, que en términos coloquiales se volvieron los nuevos ricos de la cuadra (¡España va bien! Aznar dixit), es si podrán elevar su productividad, ajustar su gasto corriente y recaudar lo suficiente para mantener el elevado “nivel de vida” que como países hoy tienen. Si no logran tomar medidas drásticas -que siempre son políticamente poco rentables y por ello asumo que no las tomarán sus políticos- lo que veremos es a un grupo de naciones desarrolladas, en vías de subdesarrollo.
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